La voz de los adoptados
logo_la-voz-de-los-adoptados

Aquel cinco de octubre

AQUEL CINCO DE OCTUBRE

A TODAS ESAS madres que, como yo, al dar la vida engendraron para sí una agonía continua.
A TODAS ESAS madres a las que el miedo, como a mí, les hizo tomar una decisión no querida.

Aquel Cinco de octubre no debia haber amanecido, como ninguna de las doscientas setenta oscuras noches que le habian precedido. Hundido mi cuerpo exhausto en una cama de sabanas frías de una habitación aséptica y desnuda, mi mirada habia quedado perdida insistentemente en el techo y de mis ojos habian huido las últimas supervivientes lágrimas, las únicas que ya no tuve ni aliento para hilvanar y convertirlas en llanto. Malores, mi mejor apoyo en los meses anteriores, hacía horas que habia abandonado una mano tosca y cálida entre las mías como queriéndome transmitir un retazo de su propia vida, mientras su mirada de yerbabuena me contemplaba con dulzura. Yo …, no era consciente de su presencia, ni del tiempo, ni de nada de lo que me rodeaba, estaba prendida en la carita que luz y sombras esbozaban en el blanco techo, la carita del bebé que nunca seria mi bebé.

Los meses posteriores al parto, desfilaron ante mí lentamente convertidos en un marchito manojo de días yermos con noches en blanco, en las que obsesivamente el primer llanto de un recién nacido, del hijo que no pude sentir mío ni cuando florecía en mi vientre, heria mis oidos y estrangulaba mi corazón. El tiempo, despiadado conmigo, no solo no mitigaba mi dolor sino que se empeñó en poblar mi sentir de reproches y de culpa. Yo, rota por dentro, intentaba borrar del calendario de mi existencia ese pasaje de mi vida negándome a aceptar que hubiera sucedido. Mas, por mucho que lo anhelara, no podia evitar que todo año acarreara un cinco de octubre. Esa fecha llegaba inexorable, exhibiendo ante mis ojos, ya secos de tanto llanto derramado, un niño sin rostro ni nombre que crecía en los brazos de otra mujer; una mujer, que de no haber sido por mi, nunca hubiera podido vestir su corazón, ya que no su cuerpo, con el calido abrigo de la maternidad. Un niño, al que mi desasosiego revestía su mirada de interrogantes, y mi culpa ponia palabras de reproche en su tierna boquita.

Cómo se podría explicar a nadie que había engendrado un hijo por azar cuando yo, una joven inexperta, buscaba confiadamente en los brazos de ese hombre, de tantos hombres, la protección de un padre; cuando yo, una joven anclada en mi niñez, buscaba equivocadamente en los brazos de los hombres el amor y el cariño de ese padre, el mejor de los padres, que fue transformándose ante mis asombrados ojos infantiles, tal vez lastimado por la vida, en un ser distante, intolerante y violento haciendo trizas mi infancia al instalar el infierno en su propio hogar. Cómo explicarle a un hijo que apenas comenzó a germinar en mi vientre, el miedo intentó por todos los medios arrancarlo de él y, al no conseguirlo, los nueve meses que debieron ser de alegría y esperanza se convirtieron en desesperación y zozobra.

Cómo podría explicar a mi bebé hoy un adulto, que viví sus primeras pataditas no con ternura, sino con temor al intuir que permanecerían para siempre golpeando en mi interior. Cómo explicarle que a lo largo de esos interminables días de gestación tan solo un instante, un instante, me permití acariciar su cuna, mi vientre, y llorando amargamente le pedí perdón por lo que había intentado hacer y lo que iba a hacer, abandonarle.

Cómo explicar a mi bebé hoy un adulto, que aquel cinco de octubre, el primero de su existencia, fue para mi el comienzo de una larga agonía, una lenta agonía para mi, la madre que nunca él conocería y que solamente unos extraños pudieran alegrarse de su nacimiento. Cómo explicarle que su llegada a este mundo fue silenciosa, con un silencio que sólo la muerte es capaz de instalar, porque yo, inevitablemente madre durante las largas horas del parto, durante ese tiempo de desgarramiento de mi cuerpo, no pude dejar escapar ni un solo grito de dolor, los fui ahogando uno a uno depositándolos quebrados para siempre en mi propio corazón. Cómo explicarle que al brotar de mí y oír su primer hálito de vida, ese llanto que me perseguiría durante las interminables noches de insomnio, levanté la cabeza pero mis ojos instintivamente se cerraron, tal vez, para no contemplar la muerte que habia parido para mí misma. Tampoco hubo un beso preñado de ternura, ni una caricia. Ni una flor.

Cómo se podría explicar a nadie que un miedo irracional, sobre todo al que nunca seria su abuelo, me hizo abandonar a mi propio hijo con la errónea esperanza de que así acabaría mi pesadilla. Pero sobre todo, cómo podría explicarle a él, mi hijo, algo que a mi misma me cuesta comprender: yo, yo sola, tomé la decisión de abandonale antes de haber nacido…

El tiempo transcurrió y, al fin el tiempo que no yo, parecio apiadarse de mi. Lentamente, se fueron desdibujando en mi memoria los recuerdos hasta que un cinco de octubre el niño, no mi niño sino el niño de otra mujer, dejó de presentarse a la cita -cita sin duda acordada por unos incansables remordimientos y una insaciable culpa-. Yo zurcí mi herida, esa herida que nunca podrá cicatrizar y como algo inconfesable de mi pasado, guardé esa penosa vivencia en el rincón más profundo y oscuro de mi ser. Pero ya, debilitada por los arañazos recibidos en mi niñez, la pena ancló en mí y cualquier suave brisa bastaría para hacer zozobrar mi vida dejándome una vez mas a la deriva. Mi bebé, el hijo de otra mujer, dejó de crecer en mi imaginación ante mi y como bebé lo dormi para acunándolo siempre en mi corazón. Y siempre con el temor de que un día despierte convertido en un hombre y juez implacable.

Yo …, he podido olvidar el desamparo de una niñez feliz arrancada prematuramente, la angustia de una adolescencia dividida, la nostalgia y la tristeza de unos brazos que no me arroparon cuando mas lo necesité. Pero nunca lograré olvidar que aquel cinco de octubre me arrebató para siempre la posibilidad de ser madre, de tener hijos, de entregar un suave y cálido beso a mi bebé, a un hijo nacido de mí. No podre superar el hecho de que nunca unos frágiles bracitos se hayan enredado en mi cuello.

Aquel cinco de octubre dejo intacto en mi corazón un cúmulo de ternuras por estrenar y enredadas en mis dedos caricias que nunca he sabido donde depositar.

En mi interior, en ese entrañable rinconcito del corazón donde anidan los deseos más íntimos, nunca se desvanecerá un sueño, el sueño de que algún día alguien llame a mi puerta y quedamente me susurre: «Tú dolor no fue estéril, hizó dichosos a dos seres maravillosos, mis padres. ¡Despieta!. Rescata la ternura y las caricias que dejaste colgadas en tu corazón y antes de que se marchiten enrédalas en los cuerpecitos de esos otros niños que las necesitan para que en sus labios pueda florecer una sonrisa. Yo fui un ser privilegiado y feliz. Gracias por haberme dado la vida «.

Seguramente, en ese momento, mis párpados no cierren el paso a una última lágrima.

{jcomments on}

Añadir un comentario